SERGIO GARCÍA RAMÍREZ TUVO LA APTITUD DE DAR VIDA A LA PENITENCIARIA. EL PÚBLICO ENMUDECÍA CUANDO ÉL HABLABA
De todos los cargos y cargas que tuvo Sergio García Ramírez en su fructífera vida profesional, solo mencionaré el más de mi
gusto y más modesto, aunque no el menos fructífero: director de la primera prisión modélica en la historia del penitenciarismo mundial que fue en Toluca.
Recién concluidos los estudios de doctorado en Derecho, merced a los oficios de Juan José González Bustamante y Alfonso Quiroz Cuarón, el gobernador del Estado de México Juan Fernández Albarrán le encomendó dar vida a la penitenciaria cuya obra acababa de ser concluida y requería a alguien que poseyera la vocación y aptitudes para poner en marcha tan ambiciosa empresa.
He imaginado muchas veces a aquel joven que se hacía cargo como primer inquilino de un excelente nuevo edificio penitencial que alojaría su persona y su esperanza de formular un centro penitenciario que habría de convertirse en modelo para nuestro mundo occidental.
En su diseño institucional están las ideas de Concepción Arenal y de Victoria Kent, humanizar el castigo, fundado en la amarga necesidad de este, ajeno a las ficciones del libre albedrío y con la firme pretensión de ofrecer a los internos las mejores oportunidades para seguir en un futuro la vida en libertad y sin delito. Quizá, colegas de otras áreas tengan en sus cursus honorun profesional teatros de su saber de mayores lujos y salones de más elevada nobleza, pero los penalistas tenemos por salón la cárcel y almas de la mayoría de los allí encerrados.
Nuestro personaje dice que de aquel destino salió otra persona distinta.
Creo que su relación estrecha con los privados de libertad y el mando suave y eficaz sobre los funcionarios de la institución cerrada le cualificó el carácter para las siguientes aventuras.
Alguna también directamente penitenciaria, como el cierre de la antigua penitenciaria Nacional del Lecumberri, que se había convertido en el Palacio Negro, museo de horrores a pesar de la buena intención de los colonos vascos originarios, que llamaron al sitio “lugar bueno y nuevo”, por fortuna en euskera, para que nadie sufriera por tanta contradicción, y que como Archivo Nacional luce mucho mejor.
A la moralidad del discurso de Sergio García Ramírez se añadía el espectáculo de su modo de hablar la lengua castellana. Muchas veces vi cómo enmudecía el público en España y América cuando iniciaba sus conferencias.
Y es que muchos nunca habían oído hablar en lengua española con tanta hermosura, riqueza de matices y una extraordinaria dicción clásica, que se dejaba acompañar de dos términos alternativos o complementarios que fijaban la idea en los oyentes.
Era un castellano clásico, propio de las formas que propugnaba don José Rubén Romero en su encarecimiento de la lectura de la obra inmortal Cómo leemos el Quijote.
Además, era persona extraordinariamente culta, de lo que para mí es muestra desde su participación e impulso a la edición de la colección Artes de México, hasta la actividad intensa en el Seminario de Cultura Mexicana, que tanta labor meritoria realizó, más allá de otros nobles centros que operan principalmente en Ciudad de México.
Sus libros transmiten ese acervo cultural más propiamente mexicano que en los años veinte constituyeron los Siete Sabios.
La más alta condecoración para los juristas en España es la cruz y collar de San Raimundo de Peñafort.
Impetré su entrega al entonces secretario de Justicia Juan Fernando López Aguilar, brillante catedrático de Derecho constitucional y hoy muy activo eurodiputado.
Se presentó el ministro en Toledo, un 19 de enero, para imponerle el collar esplendoroso y la pesada cruz y a todos nos dio mucho gusto, especialmente por el lugar, el Teatrillo de los Frailes, como seguimos llamando a lo que en Universidad sin tanta historia sería el salón de grados.
Averiguamos luego que los archiveros del ministerio habían averiguado que 20 años antes ya le había sido concedido por el gobierno de Felipe González y el ministro de justicia Enrique Mujica.
Pero yo no lo vi en el currículum oficial de don Sergio, lo que, según me explicó tiempo después derivaba de que una singularidad mexicana es la de que antes de recibir una condecoración extranjera, hay que solicitar el plácet al Congreso de la Nación y, al parecer, no estaba en aquellos momentos el horno para tales bollos.
O sea, don Sergio tenía dos grandes collares de San Raimundo de Peñafort: por cierto, carísimos.
Otro premio notable, que este año se ha otorgado a la Comisión Internacional Contra la Pena de Muerte, que se creó por impulso de José Luis Rodríguez Zapatero ha sido el premio René Cassin, que patrocina en su afán internacional el gobierno vasco; se le otorgó en el año 2018 y promovieron José Luis De la Cuesta, presidente de la Asociación Internacional de Derecho Penal y catedrático de San Sebastián y Adela Asúa, catedrática de Bilbao y jueza del Tribunal Constitucional de España y hoy vocal del Consejo de Estado.
Un premio bien acordado, con el nombre del principal inspirador de la redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos para quien convirtió esos derechos en el núcleo esencial de las Constituciones de América a partir de la idea del control de convencionalidad.