La libertad de expresión no atraviesa su mejor momento. Por todas partes se exigen límites y restricciones. Los poderosos no quieren que se les critique y hacen cuanto está a su alcance para imponer su narrativa. Controlan lo que se dice, lo que se escribe, lo que se transmite…
Los no poderosos, por su parte, en un intento de empoderarse, pretenden imponer formas de pensar, hablar y conducirse, aduciendo que los “lesionan” quienes se expresan de un modo que a ellos no les agrada. La susceptibilidad está a flor de piel y comienza a reflejarse en el mundo jurídico.
Todos los derechos tienen límites, desde luego. La libertad de expresión no es una excepción. Nuestra Constitución los señala en el artículo 6°: ataques a la moral, a la vida privada o a los derechos de terceros, así como la posibilidad de que lo que digamos provoque un delito o perturbe el orden público.
En la jurisprudencia de la Suprema Corte, sin embargo, la ambigüedad campea. La jurisprudencia explica que el discurso homófobo constituye una categoría de lenguaje discriminatorio y que quienes aspiran a un cargo público son personas públicas; en consecuencia, deben soportar un mayor nivel de intromisión en su vida privada. Pero no mucho más.
Al reglamentar el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención Americana de Derechos Humanos repudia la censura, pero señala que la libertad de expresión no incluye la propaganda en favor de la guerra ni la apología del odio nacional, racial o religioso que constituyen incitaciones a la violencia o cualquier otra acción ilegal similar contra cualquier persona o grupo de personas, por ningún motivo. La Convención Europea hace precisiones similares.
Pero ¿esto supone que no se pueda criticar, por ejemplo, al gobierno de Israel por la crisis humanitaria que ha provocado en Gaza?
Quienes se han atrevido a hacerlo —lo mismo el papa Francisco, que Antonio Guterres, secretario general de la ONU— han sido acusados de antisemitas y señalados con dedo flamígero. Las rectoras de dos universidades norteamericanas que titubearon ante el Congreso, acabaron despedidas.
Académicos y artistas han sufrido esta condena con consecuencias dolorosas. Sin ir más lejos, la actriz mexicana Melissa Barrera fue despedida del elenco de la película Scream, por decir que Gaza semejaba un campo de concentración. Lo mismo ocurre en Rusia, donde afirmar que ese país ha invadido a Ucrania es un delito.
Y esto no sólo ocurre en Israel o en Rusia. Apenas en diciembre de 2023, Dinamarca determinó que se castigue con dos años de prisión a quien queme un ejemplar del Corán. No fue una ocurrencia, sino una reacción pragmática de las autoridades danesas ante las manifestaciones violentas de los grupos islámicos, a los cuales no puede tocarse ni con el pétalo de una rosa.
Por otra parte, en 16 países —Austria, Bélgica, República Checa, Francia y Alemania, entre ellos— negar el holocausto judío que perpetraron los nazis se castiga con pena corporal. El tema no es la negación del holocausto, un horror por donde se mire, sino sus consecuencias jurídicas. Negar el holocausto tamil, armenio o kurdo, por cierto, no tiene repercusiones.
En cuanto a los grupos vulnerables, éstos también exigen límites a la libertad de expresión. En 2016, un joven lector negro se sintió afectado al leer Matar a un ruiseñor y Huckleberry Finn, motivo por el que estas dos novelas se retiraron de las bibliotecas públicas en Virginia y Minnesota. ¿No es esto un exceso?
Lo mismo habría que decir de la cultura de la cancelación (damnatio memoriae, decían los romanos), que prevé que si una persona comunica algo que no le gusta a algún grupo, se le despide de su trabajo, se le impide dar conferencias, se le borra de las redes sociales… y se le ignora.
Dados los abusos que se cometían con los tipos penales de injuria, calumnia y difamación —”usted habló mal de mí y exijo reparación”—, en 2006 se despenalizaron estas conductas. Desde entonces, sin embargo, aumentaron las demandas civiles por daño moral.
El asesinato de periodistas, las deficiencias escandalosas en el derecho de réplica y las susceptibilidades por todas partes confirman que regular el derecho a la libertad de expresión no es tarea sencilla. Hay que evitar que se siga abusando de él pero, también, que se siga erosionando.